El deseo en los hombres: desde un punto de vista químico, fisiológico, sabemos cómo funciona el mecanismo, pero ¿por qué existe?
No hay humano sin espermatozoide y óvulo. No hay hombre sin la combinación de ambos. ¿Por qué desea la naturaleza que nos busquemos y nos unamos? ¿Por qué quiere la vida combinarnos?
Lamentablemente (o no) la filosofía sólo tiene preguntas (para todas nuestras respuestas). Si lo que buscas son respuestas, este artículo quizás te ayude a reflexionar un poco sobre el tema.
Cuestión de deseo
Se dice que el hombre nace deseando y la mujer, por el contrario, sintiéndose deseada. Si el hombre siente confusión por las sensaciones que en él afloran al entrar en contacto con sus objetos nunca antes deseados, la mujer descubre el deseo como algo que le llega desde fuera, que no mana de ella, sino que reacciona desde el exterior a los cambios que sí brotan de su cuerpo al madurar, agentes provocadores del deseo en las miradas hasta entonces inocentes de los hombres.
¿Son los hombres sólo deseantes o también deseados?
La sexualidad es extrovertida. El fruto de nuestra excitación se proyecta hacia fuera, en miles y millones de pequeñas partes que buscan brotar en un núcleo fértil que las reciba. Una vez más, el sexo, y no sólo el deseo, brota de dentro hacia afuera como el miembro viril aumenta su tamaño desde dentro hacia afuera; busca enterrarse en otro cuerpo que lo reciba. Un cuerpo que a su vez acoge, pero no busca. Recibe, pero no entrega.
La expresión del hombre parece también mimetizar esta dinámica. El hombre, también de palabra, seduce, conquista y la mujer se entrega, se rinde, es vencida. ¿Pero es ella realmente quién se rinde, o es el hombre el que ha sido vencido por su deseo, por su debilidad ante la tentación, y se postra rendido a los pies de ella, suplicando que se le permita “regresar”?
Si se tratara de un juego de poder, ¿quién se rinde y quién conquista? ¿Es esta la manera correcta de verlo? ¿Está la naturaleza jugando con nosotros?
Deseos
Los seres humanos nacemos incompletos y nuestras carencias engendran deseos. La ausencia de algo es el combustible de nuestro deseo. Nacemos hambrientos, tanto hombres como mujeres. Nacemos humanos y los humanos satisfechos no lo están por mucho tiempo. Nuestra hambre saciada sólo dura unas horas antes de volver a tornarse vacío. Nuestro deseo culminado no dura mucho, y en breve volveremos a sentir esa falta que sólo puede saciarse mediante el encuentro con el otro. “La naturaleza de las cosas, como la naturaleza del hombre, es un solo y mismo crecimiento”.
Desplegamos todas nuestras dudas sirviéndonos de las palabras del filósofo y poeta romano Lucrecio, interpretadas por el escritor francés Pascal Quignard, ambos a su vez interpretando al filósofo griego Epicuro, el más clásico pero no menos atormentado de los tres:
«Cuando la edad adulta (adultum aetas) fortifica nuestros órganos, la simiente (semen) fermenta en nosotros. Para que brote la simiente humana del cuerpo humano, es preciso que otro cuerpo humano la solicite. Arrojada (eiectum) la simiente de su morada, sale, baja por todas las partes del cuerpo —miembros, venas, órganos—, las abandona y se concentra en las partes genitales del cuerpo (partís genitalis corporis). Enseguida aviva (tument) el sexo. Lo hincha de esperma. Nace entonces el deseo de la eyaculación (voluntas eiiceré), de arrojarla al cuerpo por el que sentimos un deseo espantoso (dirá cupido). Hombres heridos, nos caemos siempre del lado de nuestra herida (volnus). La sangre salpica en la dirección de donde partió el golpe y mancha al enemigo con su líquido rojo (ruber umor). Así, con los rasgos de Venus, sea quien fuere el asaltante, joven muchacho con miembros de mujer o mujer arqueada por el deseo, el hombre se dirige hacia quien lo ha herido. Arde por unirse a ella (coire), por salpicar ese cuerpo con el licor que brota del suyo —deseo sin lenguaje (muta cupido) que prevé el placer (voluptaterrí)—. Así se define Venus para nosotros, los epicúreos. Esto es lo que designa la palabra amor (nomen amoris). Esta es la dulzura que Venus destila gota a gota en nuestros corazones antes de helarlos de angustia. Aquella a quien amamos, ¿está ausente? Su imagen está ahí, la tenemos delante. La dulzura de su nombre resuena obstinadamente en la cavidad de las orejas. Son simulacros de los que es preciso huir incansablemente. Alimentos del amor (pabula amoris) de los que es preciso abstenerse. Hay que volver el espíritu hacia otra parte y echar en un cuerpo cualquiera ese esperma acumulado en nosotros en vez de reservarlo para el único amor que nos posee y transformar en certeza la angustia y el dolor. Puesto que, alimentando la úlcera (ulcus), se aviva y se arraiga. Día tras día aumenta su locura (furor). Día tras día se incrementa el peso del malestar si no sabes sanar la herida original multiplicando las heridas, si no haces crecer con divagaciones la Venus callejera, errante (volgivaga), si no puedes ofrecer sustitutos a la pulsión (motus). Escapar al amor es lo contrario de privarse de gozar. Escapar al amor es acercarse a los frutos de Venus sin que te exijan un tributo. La voluptuosidad en aquellos que piensan fríamente es más grande y más pura que en las almas desdichadas, cuyo ardor, en el momento de la posesión, se debate en las aguas de la incertidumbre. Sus ojos, sus manos, su cuerpo no saben de qué gozar primero. Abrazan con tal fuerza ese cuerpo tan codiciado que lo hacen gritar. Los dientes imprimen su marca sobre los labios que aman. Como no es pura, su voluptuosidad es cruel y los incita a lastimar el cuerpo, sea cual sea, que ha despertado en ellos los gérmenes (germina) de esta rabia (rabies). Nadie apaga la llama con el incendio. La naturaleza se opone a ello. Es el único caso en que, cuanto más poseemos, más esa posesión abrasa nuestro corazón con un espantoso deseo (dirá cupidiné). Beber, comer, son deseos que se satisfacen y el cuerpo absorbe algo más que la imagen del agua o la imagen del pan. Pero el cuerpo no puede absorber nada de la belleza de un rostro o del esplendor de la piel. Nada: come simulacros, esperanzas extremadamente leves que se lleva el viento. Lo mismo le sucede al hombre a quien devora la sed en pleno sueño. En medio de su fuego no tiene agua a su disposición. Solo puede recurrir a imágenes de arroyos. En vano se empecina. Muere de sed en medio del torrente donde está bebiendo. También los amantes en el amor son juguetes de los simulacros de Venus. Sus cuerpos presienten la inminencia de la alegría (gandid). Es el instante elegido por Venus para fecundar el campo de la mujer. Hincan (adfiguní) ávidamente sus cuerpos. Mezclan sus salivas (iunguntsalivas). Con sus bocas no aspiran más que el aire de los labios contra los que aplastan sus dientes. En vano. De ese cuerpo no pueden arrancar parcela alguna. No pueden hundir todo su cuerpo en otro cuerpo. No pueden pasar enteramente al otro cuerpo (abire in corpus corpore toto). En algunos momentos podría pensarse que es eso lo que desean, con tal avidez ciñen a su alrededor las ataduras que los unen. Cuando por fin los nervios no pueden contener más el deseo que los tensa, cuando este deseo irrumpe (erupii), tienen un breve respiro. Por un instante se calma el ardor violento. Y luego vuelve la misma rabia (rabies), el mismo frenesí (furor). De nuevo buscan lo que esperan. De nuevo se preguntan qué es lo que desean. Extraviados y ciegos, se consumen, roídos por una herida invisible (volnere caeco).» – Pascal Quignard, El Sexo y el Espanto.
¡Gracias por tu lectura!
Artículo avalado por Héctor Corredor, Médico Cirujano especialista en Urología con Maestría en Sexología Clínica, Director médico internacional en Boston Medical Group.
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